Nota del Director: La revista ONE se complace en presentar su primer artículo en español, y esperamos continuar publicando artículos en español en cada edición en la medida que nuestra audiencia de habla hispana continúe creciendo.
Una gélida mañana en Deir el Ahmar, Salwa abre la puerta de su casa y recibe, muy abrigada, a los padres Shadi y Youhanna de la Eparquía Maronita Católica Baalbek-Deir el Ahmar que le traen un paquete de alimentos básicos, como arroz, alubias, harina o pasta.
Rodeada de cordilleras nevadas, esta región rural del norte de Líbano es una de las más pobres del país. A sus 83 años, Salwa vive sola pero los sacerdotes están al tanto de si le faltan medicinas para el alivio de dolores o un plato caliente.
“Llevo casi un año sin comer carne”, confiesa Salwa mientras revisa el paquete. La Asociación Católica para el Bienestar del Cercano Oriente (CNEWA por sus siglas en inglés), conocida en el Oriente Medio como Misión Pontificia, ha repartido, a través de trece organizaciones asociadas, 25,000 paquetes de alimentos a 7,000 familias en Líbano en el año 2021.
Salwa es una de las 3 millones de personas que necesitan ayuda humanitaria en Líbano, un país sumergido en una de las diez peores crisis económicas a nivel global desde 1900, según el Banco Mundial. La moneda nacional ha perdido el 95 por ciento de su valor desde 2019, arrastrando al 74 por ciento de la población bajo el umbral de la pobreza. El 34 por ciento de los libaneses y el 50 por ciento de los refugiados sirios sufren inseguridad alimentaria.
El cambio oficial de la libra libanesa (LBP) está fijado a 1,500 libras por dólar, pero desde 2019 se ha desplomado alcanzando las 34,000 libras en el mercado paralelo. Esta devaluación se traduce en penuria en los hogares.
“¡Una ristra de ajos por 90,000 libras! [60 dólares al cambio oficial, 3 en el cambio paralelo.] Y ayer pagué 1,300,000 libras por el generador eléctrico y 400,000 por el gas butano, ¿cómo vamos a vivir así? ¡Es inaceptable!” exclama Salwa. Desde hace meses, el gobierno proporciona apenas dos horas de electricidad al día, obligando a las familias a abastecerse con costosos generadores eléctricos.
Ayudándose de su bastón, Salwa va a la cocina y muestra su nevera: vacía.
Justo enfrente de su casa, se encuentra el edificio de la eparquía maronita y la Catedral San Jorge en lo alto de Deir el Ahmar, con vistas al fértil valle enmarcado por las montañas fronterizas con Siria.
Antes de que la crisis estallara en 2019, las 35 parroquias de la eparquía atendían a 50 familias necesitadas. Hoy, 2,193 familias reciben el paquete de alimentos básicos.
“El kilo de carne vale 240,000 libras. Si una familia compra cuatro kilos, se les va el salario”, explica el Obispo Hanna Rahmé de Baalbek-Deir el Ahmar. Los precios de los alimentos han incrementado un 557 por ciento en los dos últimos años.
“Esto es una catástrofe no vista en Líbano desde la Primera Guerra Mundial y la Gran Hambruna del Monte Líbano”, alerta el obispo Rahmé. “Hablamos de familias que no tienen para comer, que sufren en silencio, pedimos ayuda para evitar el colapso total del pueblo libanés, no podemos aceptar que la gente pase hambre”, añade.
El Banco Mundial señala como responsables de la crisis a la clase política libanesa por sus políticas ineficaces y corruptelas y estima que la economía libanesa tardará entre 12 y 19 años en recuperar los niveles de 2017.
El salario mínimo, que equivalía a 450 dólares, hoy no llega a los 23. Entre 2019 y 2021, el producto interno bruto libanés se ha contraído un 58.1 por ciento, evaporando la clase media.
Laurette formaba parte de esa clase media. Hace ocho años, esta libanesa dejó su trabajo como enfermera en un hospital en Beirut y volvió a su pueblo, Deir el Ahmar. Con sus ahorros arregló la casa familiar y abrió una pequeña bodega en su planta baja. “Gracias a Dios, saqué los ahorros del banco antes de la crisis”, explica en referencia al colapso bancario que en los dos últimos años ha cercenado los ahorros de los libaneses.
La bodega le permitía salir del paso, pero la cerró el año pasado. “Con la crisis, nadie venía a comprar, los suministros se encarecieron y no tenía beneficio”, cuenta Laurette. A sus 60 años recibe el paquete de alimentos de la eparquía. “La situación es muy difícil, vivo día a día”.
Al igual que Laurette, Akel dejó Beirut por Deir el Ahmar. Este padre de dos hijos trabajaba estacionando autos en la capital libanesa, pero la empresa cerró cuando COVID-19 azotó Líbano. Hoy sobrevive con algún ingreso informal cuidando cerdos.
Con gesto cansado, Akel espera su turno para recoger el paquete de alimentos en la eparquía. “Es la primera vez en mi vida que pido ayuda”, cuenta este libanés de 39 años. “Nos cuesta incluso comprar la leche para nuestros hijos, esto es una catástrofe, si tuviera la posibilidad de emigrar lo haría”, añade.
El Padre Paul Kairouz, rector de la Catedral San Jorge, se muestra inquieto por el número de familias que han emigrado. “Nos da miedo el gran éxodo, la gente busca maneras de obtener sustento y en Líbano no lo encuentran, necesitamos apoyo para poder permitir que estas familias se queden en esta tierra”, urge.
En los últimos años, miles de libaneses han emigrado en lo que se ha apodado el ‘tercer éxodo’. En el primer éxodo, durante la Gran Hambruna y la Primera Guerra Mundial, 300,000 abandonaron estas tierras y otros 900,000 lo harían en el segundo éxodo durante la Guerra Civil Libanesa (1975-1990).
En 2011, el estallido de la guerra siria obligó a Rose y su familia, que vivía del pasturaje en Hama, a buscar refugio en Líbano. Tras la llegada de 1.5 millón de sirios, Líbano se convirtió en el país con mayor índice de refugiados per cápita del mundo.
Rose, su marido y sus ocho hijos viven en una escuálida tienda de plástico y madera en un ‘asentamiento informal’ de refugiados en Deir el Ahmar. “Antes sobrevivíamos, pero este es el momento más difícil de nuestra vida”, explica Rose, angustiada por el precio del pan que ha pasado de 1,500 a 12,000 libras.
“Estamos saliendo del paso gracias a la eparquía”, dice tras recoger el paquete de alimentos. El 91 por ciento de los refugiados sirios en Líbano vive en la extrema pobreza con menos de 490,000 libras mensuales (16 dólares en el mercado paralelo).
Su marido está incapacitado para trabajar por una lesión de espalda. “Estoy cansada psicológicamente, a veces no consigo dormirme por las noches, ¿cómo vamos a salir de esta?” se pregunta. “A veces mis hijos me piden galletas, y soy incapaz de dárselas, me miran de una manera … se me encoge el corazón”, añade con voz apagada.
En lo alto de la colina al norte de Beirut, se asienta el campamento de refugiados de Dbayeh. En un edificio semi abandonado vive Zahra al Hamad con su marido, cinco hijos y su cuñada. El azul intenso del mar mediterráneo y su helada brisa invernal se cuelan por la ventana de su sala.
La familia Al Hamad huyó de los bombardeos en Idlib, una ciudad en Siria, en 2014. Hoy, los trabajos informales de su marido no cubren las 700,000 libras de alquiler ni las 800,000 del generador eléctrico. “Tenemos muchas deudas, le debo hasta al verdulero”, explica Zahra.
Los tres paquetes de alimentos que han recibido del Joint Christian Committee (JCC), uno de los socios de CNEWA, le dan un pequeño respiro. “Somos siete en casa, los precios están imposibles, un kilo de patatas son 14,000 libras y del pollo olvídate”, dice esta madre siria. “A veces mis hijos me piden una bolsa de papitas chip, y no puedo comprársela”.
La familia Al Hamad es una de las 80 familias sirias que conviven con las 535 familias palestinas y libanesas en el campamento de refugiados de Dbayeh, fundado en 1952 para acoger a los refugiados palestinos cristianos.
Por las empinadas calles, ataviadas con buganvillas y pinos, pasea el palestino Elias Habib, director del Joint Christian Committee parándose cada dos pasos a conversar con los vecinos. El JCC, con apoyo de CNEWA, ha distribuido paquetes de alimentos a 550 familias en el campamento de Dbayeh.
Muchas familias “sobreviven gracias a la ayuda de los familiares en el extranjero, de la diáspora”, cuenta Elias quien apremia a que continúen las donaciones desde el extranjero. “Necesitamos un empujón”, dice.
Cyrine, de 16 años, y Vanesa, de 18 años, son dos de las voluntarias que ayudaron en la distribución de alimentos. “Ayudamos muchísimo, es duro ver a la gente que vive en la pobreza, pero al ayudar me sentí realizada”, dice la palestina Cyrine. “Es bonito ayudar, pero también es duro escuchar el dolor de la gente”, confiesa Vanesa, joven libanesa que aspira a ser psicóloga.
El sofá de la Hermana Magdalena es testigo de ese dolor. “Dedico mi tiempo a acoger a las personas en este sofá, se sientan, y las escucho”, explica esta religiosa belga que vive en el campamento de Dbayeh desde 1987.
“Hacemos apostolado por la presencia, y con la presencia vemos las necesidades de la gente”, afirma la Hermana Magdalena, al tiempo que le interrumpe un niño que entra a la sala para que le curen una herida en su dedo. A sus 77 años, la Hermana Magdalena vive con otras dos hermanas de Hermanitas de Nazareth en una casa cedida por CNEWA.
“Hemos visto crecer generaciones aquí y hemos visto cambiar este campo”, explica la Hermana Magdalena. “La vida se ha tornado muy difícil, lo más grave es que las familias ven vulnerados sus derechos, se sienten humillados, hay mucha depresión”, añade. Recientemente, gracias a donaciones en Bélgica, han logrado traer leche para niños menores de tres años.
La palestina Lara Abou Elias es una de las que recibió leche para su bebé, además del paquete de alimentos. Antes de la crisis, el sueldo de su marido les daba para mantenerse. Hoy pasan “estrecheces económicas”, pero se resiste a quejarse. “Gracias a Dios tenemos un techo, una mesa en la que comer. Hay señoras mayores que comen de la basura, hay padres que envían a sus hijos a vender rosas por la calle”, explica.
En una calle paralela, vive en un semisótano la libanesa Jessica Massis con su marido, que trabaja estacionando autos, y su hijo de un año. Su familia le ayuda a pagar el combustible para la estufa que a duras penas mantiene caliente la habitación.
El techo del dormitorio está plagado de humedad. “Al bebé le afecta la humedad; pasa más tiempo en casa de mi madre, aquí se enferma”, explica. El paquete de alimentos y el apoyo de su familia “nos ayuda para salir del paso, sino no sé cómo sobreviviríamos”, se lamenta Jessica.
Una tarde lluviosa, Rita Mallat, presidenta de la Asociación de los Hijos de María (RAM por sus siglas en árabe), se afana en recibir a las 50 familias que esa tarde recogen sus paquetes de alimentos en la oficina de RAM en la ciudad de Dbayeh.
Por ahora han distribuido paquetes a 810 familias de las 1,450 que tienen registradas, las otras 640 familias están a la espera. “Nuestro objetivo es poder conseguir fondos para repartir paquetes de alimentos cada dos meses a cada familia”, explica Rita.
Cuatro horas ha conducido Abed el Jabbar Ahmad el Said para recoger su paquete. “Todo está muy negro, hay que intentar salir adelante”, explica este joven de Wadi Khaled, uno de los pueblos más pobres del norte de Líbano.
Cuando Abed se enteró por redes sociales de que RAM distribuía sillas de ruedas para personas con necesidades especiales contactó con Rita. El hermano de Abed tiene 28 años y es parapléjico de nacimiento; hace cuatro meses, gracias a RAM, se sentó en su primera silla de ruedas.
“El Estado libanés está ausente, ha abandonado a las personas con necesidades especiales, por eso en RAM sentimos que es nuestro deber estar a su lado para que puedan vivir en dignidad”, explica Rita.
Abed, tras perder a su padre dos semanas atrás, se ha convertido en el sostén de su hermano parapléjico y su madre, que sufre diabetes. Su trabajo intermitente en un restaurante no le permite pagar el generador eléctrico. La familia sobrevive con una hora de electricidad diaria. “Esta mañana ha helado. Para calentarnos con la estufa recojo leña”, explica este libanés antes de emprender las cuatro horas de vuelta a su casa.
A la entrada de la oficina de RAM, descansa un antiguo Mercedes blanco con pedales adaptados. Es el coche de Fouad Said, quien desde que fuera herido durante la guerra libanesa en 1976, se mueve en silla de ruedas.
Fouad se ganaba la vida como taxista en ese Mercedes del que está muy orgulloso, pero hace cuatro años las autoridades libanesas no le renovaron la licencia, arrebatándole su sustento. A sus 60 años, recibe el paquete de alimentos, aunque hoy no ha venido a recogerlo, sino a apoyar en el reparto.
Al final de la tarde, Rita carga en su coche un paquete y conduce hasta la casa de Randa Krayem. Randa trabajaba decorando porcelana, pero con la crisis se acabaron los pedidos. “Antes, con mi trabajo me sentía realizada, no dependía de nadie, pero ahora, me encuentro en situación de necesidad”, explica esta libanesa que, tras ser herida en 1987 durante la guerra, quedó parapléjica.
Aunque admite que está cansada psicológicamente, Randa no pierde la esperanza. “Nuestro Dios no nos abandonará, la fuerza me viene de Él, nunca me ha dejado en mi vida ni me dejará”, dice emocionada. “RAM nos da fuerza, nos hace sentir que podemos hacer algo por otros, sin ese sentimiento de hacer algo por el prójimo, no hay felicidad, RAM es mi familia”, añade.
“Hubo un tiempo en que en Líbano abrimos nuestros brazos y acogimos a todos los refugiados que huyeron de sus países, hoy son los libaneses los que necesitan ayuda, no tienen para comer”, dice Rita mientras se le quiebra la voz. “No abandonen a Líbano, ayúdennos,” añade.
En 2022, CNEWA espera repartir ayuda alimentaria a 5,671 familias y para ello necesitan recaudar 700,000 dólares. “Un proverbio árabe dice ‘el mundo se tambaleará, pero no caerá’, tenemos que resistir, hay esperanza”, explica Michel Constantin, director regional de CNEWA en Beirut. Llenar la nevera es cuestión de dignidad.