Nota de los directores: El Papa Pío XII fundó la Misión Pontificia para Palestina en 1949 para coordinar la ayuda católica mundial para los refugiados que huían del primer conflicto árabe-israelí. Confió su administración a CNEWA. A medida que crecían los conflictos en el Medio Oriente, también la misión de este grupo de trabajo único de la Santa Sede, que hoy funciona como la agencia operativa de CNEWA en el Medio Oriente con equipos regionales en Ammán, Beirut y Jerusalén. Siempre, CNEWA-Misión Pontificia trabaja a través de las iglesias locales, respondiendo a las emergencias, —enviando necesidades básicas de la vida, como agua, alimentos y medicinas— apoyando programas de educación y formación, cuidado de salud y otros servicios sociales y, en una región acosada por crisis, asesoramiento postraumático.
Durante muchos años, tanto en mis relaciones personales como en mi calidad de director regional de la oficina de Jerusalén de CNEWA-Misión Pontificia, he promovido, especialmente entre los jóvenes, la importancia de permanecer firmes en nuestra patria, la tierra de Jesús.
Animé a mis tres hijos a estudiar materias en universidades locales que fueran útiles para la economía local y les permitieran construir un futuro para sí mismos en la tierra que nosotros, como cristianos, hemos llamado “hogar” durante unos 2.000 años.
En los encuentros con los grupos de jóvenes, los animo a conocer mejor la historia de la comunidad cristiana en Tierra Santa, en particular los primeros siete siglos de la era cristiana. Cuando me di cuenta que no había suficiente información en árabe sobre este período, comencé a traducir un libro, publicarlo en las redes sociales y organizar un taller, lo que resultó en el primer libro publicado en árabe sobre la historia de la “Palestina cristiana”. Se está preparando otro libro sobre este tema.
Cuando mi esposa o mis hijos hablaban de buscar posibilidades en el extranjero, mi respuesta siempre fue: “De ninguna manera. La vida en nuestra patria es hermosa. Los desafíos existen en todas partes”.
Cuando visitantes o benefactores me preguntan sobre la amenaza persistente de la migración para la comunidad cristiana, siempre he respondido que no creo en las predicciones sobre la salida de los cristianos de Tierra Santa o de que las iglesias se convertirán en museos. Siempre he insistido en que al menos mi familia y yo nos quedaremos.
Pero, desde el horrible ataque de Hamas a Israel el 7 de octubre y la respuesta de Israel con un ataque militar intransigente contra Gaza, he luchado con dos cuestiones principales: la primera es cómo se puede llevar consuelo a las familias y amigos que han perdido a sus seres queridos; la segunda es mi posición de mantenerme firme frente al alto precio que se está pagando.
A mediados de octubre, uno de nuestros asistentes de proyecto en Gaza, Sami, y otros jóvenes líderes comunitarios realizaban un trabajo heroico para ayudar a las 900 personas que se refugiaban en la Iglesia de San Porfirio y la Iglesia de la Sagrada Familia.
Recuerdo que, mientras tratábamos de imaginar cuál sería la situación al final de esta guerra, le dije a Sami: “Si la mayoría decide abandonar Gaza para siempre, no puedo culparlos. Pero al menos tú, Rami y George [otros dos colegas] deben quedarse para reconstruirlo”.
Pero, con la devastación en curso, el número de vidas perdidas, el bombardeo del Hospital Árabe Al Ahli y el Centro Cultural Árabe Ortodoxo, he comenzado a tener dudas en lo profundo de mi alma.
La noche del 19 de octubre será inolvidable: un edificio de la Iglesia de San Porfirio se derrumbó bajo el fuego, matando a 17 cristianos, incluyendo a los padres de Sami y su sobrina de 6 meses. Nunca olvidaré la voz temblorosa de Sami cuando lo llamé mientras él trataba de encontrar a sus padres.
“No, no estamos bien”, dijo. “Mi madre está muerta y no puedo encontrar a mi padre”.
Cuando colgamos, llamé a Rami.
“La situación es trágica, hay personas muertas y otras bajo los escombros”, dijo.
Mi familia y yo también estábamos conmocionados en casa, sin saber qué hacer. Los acontecimientos han afectado dramáticamente a mi familia. Mis dos hijas han formado parte del proyecto “No Somos Números” organizado en Gaza. Nunca han estado en Gaza, pero este programa, cuyo objetivo es poner un rostro y una historia a los nombres de los jóvenes de Gaza, ha fomentado las relaciones con sus compañeros de allí. Layal, mi hija mayor, ha estado en contacto diario con Maram, una chica de Gaza, y con otros amigos.
“Hoy hubo un intenso bombardeo”, escribe Maram. “Hoy, la familia de mi tío se mudó aquí, pues perdieron su casa… Hoy, los bombardeos están más cerca y son más intensos, así que todos nos fuimos a Khan Younis, al sur, a casa de familiares, es más seguro allí”.
Hace un par de años, mi esposa se hizo amiga en las redes sociales de Ali, un hombre con discapacidades físicas del barrio de Zeitoun en Gaza. Ella recibió mensajes de él mientras trataba de mantenerse a salvo del bombardeo. Mientras escribo esta carta, han pasado dos días desde la última vez que supo de él.
Como católico comprometido, creo que Dios observa estas tragedias con un corazón apesadumbrado y compasivo. Sí, es difícil sentir su presencia en estos tiempos difíciles. Es fácil caer en la sensación de que nuestras oraciones son en vano. Es fácil en momentos como estos caer en la tentación de culpar a Dios.
Entonces recuerdo que el salmista también se sintió como nosotros hoy: “¿Por qué te quedas lejos, Señor, y te ocultas en los momentos de peligro? El pobre se consume por la soberbia del malvado y queda envuelto en las intrigas tramadas contra él” (Sal 10,1-2). Se parece mucho a mi queja de hoy. Por eso, en lo más profundo de mi ser, sé no es el final; Dios nunca ha abandonado a su pueblo, y nunca lo hará.
Nuestro Señor ya ha recorrido el camino que recorremos hoy, fue perseguido, torturado y ejecutado. Cuando nosotros mismos enfrentamos tribulaciones, sabemos de primera mano lo difícil y trágico que es ver a las personas perder todas sus pertenencias o morir.
El Evangelio es un mensaje para cada creyente, en todas partes y en todo momento. Las palabras del Evangelio de Mateo, “Ustedes oirán hablar de guerras… se levantará nación contra nación, y reino contra reino; habrá hambrunas y terremotos… serán entregados a la tribulación y a la muerte” (24,6-9), no son relatos de hechos pasados. Es un mensaje para nosotros hoy.
Ahora es momento de mostrar nuestra fe en el Evangelio, de mantenernos erguidos, de sacar fuerzas de nuestra fe enraizada, y de nuestras certezas y creencias, para que podamos difundir coraje y esperanza. Sí, es doloroso, costoso, espantoso.
Hace solo unos meses, leí el libro del siglo IV de San Eusebio, “Los Mártires de Palestina”. Lo que ayudó a los mártires cristianos de Jerusalén y Palestina a soportar la persecución y ofrecer sus vidas por su fe debe guiarnos y seguir guiándonos y fortaleciéndonos hoy.
Estas son las poderosas palabras de nuestro Señor Jesucristo: “Les digo esto para que encuentren la paz en mí. En el mundo tendrán que sufrir; pero tengan valor: yo he vencido al mundo” (Juan 16,33).
¿De qué sirve la fe, si no sacamos fuerzas de ella cuando la necesitamos desesperadamente?
Para concluir, repetiré lo que he dicho una y otra vez: a aquellos “remanentes”, como los llama Isaías, que opten permanecer firmes y crean que tienen un futuro en su patria, la patria de Jesús, los alentaremos y apoyaremos. A los que opten irse, buscando un lugar sin conflictos ni derramamiento de sangre, que Dios los bendiga y les conceda la paz donde quiera que vayan.
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