Shahinda Nassar y su familia se han acostumbrado al pesado sonido de las botas militares que resuena en las antiguas calles de Belén. Bajando los escalones de la Plaza del Pesebre, más allá de las piedras desgastadas de la Iglesia de la Natividad, donde desde el siglo IV los peregrinos se arrodillan en el lugar del nacimiento de Jesús, la familia Nassar ha aprendido a distinguir entre los pasos ordinarios y la cadencia ominosa de los soldados en patrulla.
El chirrido de los vehículos militares, las órdenes gritadas en los megáfonos y el rugido de motores de los jeeps blindados han reemplazado el chirrido de las llantas de los buses turísticos y los cuchicheos de traductores y guías turísticos.
Nassar, 42, una administradora de la Universidad de Belén, pasa luchando contra la normalización de la ocupación militar. La institución católica en la que trabaja, que ha operado en la tradición lasaliana desde su fundación por la Santa Sede en 1973, fue la primera universidad de Cisjordania. Nassar coordina programas de becas, construye redes profesionales y trata de convencer a los estudiantes de que es posible permanecer en su tierra natal.
Pero cuando anochece y el resplandor de los asentamientos en las colinas circundantes entre Belén y Jerusalén titila como estrellas burlonas, ella se queda despierta luchando con la misma pregunta que atormenta a su hija: ¿Es posible la supervivencia de los palestinos en Palestina?
Para los palestinos de Cisjordania, los últimos 20 meses de la guerra entre Israel y Hamás no sólo han traído otro ciclo de violencia, sino un cambio fundamental en la estrategia de Israel contra ellos —que combina fuerza militar, asfixia económica y guerra psicológica— que hace insoportable la vida cotidiana. Los controles de carretera que vuelven los viajes de 10 minutos en calvarios de tres horas, las pandillas de colonos que atacan con impunidad, las órdenes de demolición que se ciernen sobre barrios enteros, los arrestos a medianoche que arrancan a los padres de sus camas, cada uno es un giro más en el tornillo de banco que aprieta a la sociedad palestina.
Las estadísticas de las Naciones Unidas indican una “estrategia de desplazamiento”. Desde que comenzó la guerra, la violencia de los colonos en Cisjordania ha aumentado drásticamente. Entre octubre de 2023 y julio de 2024, colonos israelíes, a menudo acompañados por soldados israelíes, lanzaron más de 1.225 ataques contra palestinos en Cisjordania, desplazando forzosamente al menos a 23 comunidades palestinas. A fines del año pasado, se habían apoderado de más de 8.150 acres de tierra palestina para asentamientos adicionales —que son ilegales según el derecho internacional— o para zonas militares restringidas, según la Oficina de las Naciones Unidas para la Coordinación de Asuntos Humanitarios (OCAH).
En los dos meses posteriores al alto el fuego declarado en enero 2025, los ataques contra campamentos de refugiados palestinos en Cisjordania causaron el desplazamiento de unas 40.000 personas, según el grupo israelí de derechos humanos B’Tselem.
Además, la OCAH informó de que 926 palestinos en Cisjordania y Jerusalén Este murieron en este tipo de ataques, entre octubre de 2023 y mayo de este año, entre ellos al menos 196 niños.
“Rezar es un acto de desafío. Luchamos para llegar a nuestras iglesias, para mantenerlas vivas”.
La ONU, y grupos de derechos humanos israelíes y palestinos, dicen que estos ataques forman una campaña coordinada de terror diseñada para fracturar a las comunidades palestinas. Cada olivar incendiado, algunos con árboles que datan de la época otomana, quiebra otra conexión con la tierra. Cada casa destrozada, cada cementerio profanado, cada niño amenazado mientras camina hacia la escuela refuerza el mismo mensaje: aquí no estás seguro.
En su despacho de la universidad, Nassar ve las consecuencias de estos acontecimientos en la mirada resignada de sus alumnos.
“Lo más común que escucho es: ‘Quiero irme’”, dice. “Pero no lo dicen con entusiasmo. Es algo a lo que se ven obligados”.
Los documentos sobre su mesa cuentan otra historia: solicitudes de becas; listas de donantes y propuestas de financiación; planes para ampliar el apoyo estudiantil. Como gerente recursos, su función es ayudar a los estudiantes a quedarse, asegurando ayuda, creando asociaciones y recaudando fondos para mantener la universidad en marcha.
Pero la migración forzada trasciende las categorías políticas o sociales, convirtiéndose en una crisis existencial para la sociedad palestina, en particular para su minoría cristiana.

Con el gobierno de Israel expandiendo agresivamente los asentamientos y la anexión formal del territorio de Cisjordania avanzando burocráticamente, los palestinos enfrentan la realidad visceral de que su patria está siendo tomada parcela por parcela.
En 2023, el gobierno israelí supervisó la expansión de los asentamientos más rápida en más de una década, con más de 30.000 unidades de vivienda avanzadas en Jerusalén Este y Cisjordania, según la Oficina del Representante de la Unión Europea en Cisjordania.
El grupo de observación Peace Now informa que en 2024 se establecieron 59 asentamientos ilegales de colonos, en comparación con un promedio de siete por año en los 20 años anteriores, lo que da lugar a la afirmación de una política israelí para explotar los tiempos de guerra en Gaza para afianzar el control permanente sobre Cisjordania.
El año pasado, el gobierno aceleró la anexión de facto, la construcción de carreteras exclusivas para colonos, la legalización y el aumento de la financiación de puestos de avanzada anteriormente ilegales y la transferencia del control civil de las tierras de Cisjordania de las Fuerzas de Defensa de Israel a la Administración de Asentamientos del Ministerio de Defensa.
La respuesta silenciosa de la comunidad internacional —declaraciones ocasionales de “preocupación” sin acciones sustantivas— ha envalentonado a los arquitectos de esta ingeniería demográfica, dice Nassar.
A pesar de sus esfuerzos por proporcionar becas para estudiantes universitarios, que ahora son aproximadamente 3.000 —casi 200 se fueron desde que comenzó la guerra—, Nassar dice que las oportunidades educativas no son suficientes para mantener a los jóvenes palestinos en su tierra.

“Tratamos de darles las herramientas para construir futuros”, dice, “pero la realidad destruye los cimientos que esos futuros requieren”.
La política de Israel restringe el movimiento palestino a través de un sistema de permisos militares, más de 800 garitas de control y otros obstáculos, según OCAH. Los palestinos de Cisjordania necesitan permisos para trabajar en Israel o en los asentamientos, acceder a hospitales o visitar a familiares en Jerusalén, o cultivar cerca de los asentamientos. Por ejemplo, la OCAH informó en enero que el 44% de las 67.116 solicitudes, presentadas entre octubre 2023 y diciembre 2024, por palestinos de Cisjordania para acceder a la atención médica en Jerusalén fueron denegadas o estaban pendientes. Incluso el movimiento interno de Cisjordania se controla a través de puestos de control repentinos, vallas y zonas militares restringidas que prohíben a los palestinos acceder a sus tierras de cultivo.
El valle de Cremisan, alguna vez un exuberante tapiz de viñedos en terrazas y antiguos olivares cuidados por familias cristianas por generaciones, ahora da testimonio de este desgaste. El concreto y el alambre de púas del muro de separación cortan el paisaje, aislando el 87% de tierras agrícolas de propiedad cristiana de las familias que las cultivaban, según un informe de 2023 de B’Tselem.
Esta fragmentación se extiende más allá de la agricultura hacia la observancia y práctica religiosas. La disminución del 40% en la participación eclesiástica entre los jóvenes cristianos desde 2020 no refleja la disminución de la fe, sino la complicada logística de la práctica religiosa bajo la ocupación, según el Consorcio Ecuménico Diyar en Belén.
El viaje de un cristiano desde Belén para rezar en los lugares santos de Jerusalén, que alguna vez fue una corta peregrinación de menos de seis millas, ahora requiere permisos que se niegan rutinariamente, puestos de control donde soldados armados revisan los documentos de identificación y horas de espera.

Sally Nassar, 16, hija de Nassar, articula el costo psicológico con una claridad que desmiente su juventud.
“No veo mi futuro aquí”, afirma con pragmatismo, sus ojos en su teléfono mientras recorre las redes sociales. “Nunca sabes lo que va a pasar o cuándo vas a morir”.
Sus palabras destilan la esencia de la adolescencia palestina bajo la ocupación: el cálculo constante del riesgo en las actividades ordinarias, la normalización del trauma, la aceptación prematura del exilio como el único camino hacia la seguridad.
Para Sally y sus compañeros, estudiar en el extranjero no es solo una oportunidad académica, sino también de supervivencia.
“Mucha gente se va no porque no les guste su herencia”, explica, “sino porque sienten miedo”.
El efecto acumulativo es una generación con la sombría comprensión de que permanecer en su tierra natal puede obstaculizar su futuro, sus sueños. La guerra económica se manifiesta en todos los aspectos de la vida en Cisjordania. La Oficina Central de Estadísticas de Palestina registró un desempleo del 42% en 2024. Con un desempleo general que superó el 30% ese mismo año, incluso los más educados enfrentan luchas interminables para mantener niveles de vida decentes.
“¿Qué les ofrecemos para que se queden?”, pregunta retóricamente Nassar, con la voz extenuada. “¿Podemos darles un futuro predecible? ¿Podemos protegerlos?”
La economía de Belén, dependiente del turismo, que antaño bullía con buses de peregrinos y tiendas de souvenir, nunca se recuperó de la pandemia de COVID-19. Incluso después de que se reanudaran los viajes internacionales, el sistema de permisos de Israel, el aumento de los puestos de control y los controles de carretera restringieron el acceso de los visitantes a las zonas palestinas. La industria colapsó después de que comenzó la guerra entre Israel y Hamás en Gaza, provocada por los ataques de Hamás contra Israel en octubre 2023.
George Saadeh, ex teniente de alcalde de Belén, es testigo de las consecuencias.
“Conozco a dos familias que se fueron, una a Europa y otra a Estados Unidos”, dice. “No podemos culparlos. Quieren seguridad y comida para sus hijos”.
Xavier Abu Eid, politólogo chileno palestino, interpreta los acontecimientos como la manifestación de una ideología exclusivista que “empuja a cristianos y musulmanes indígenas a irse o aceptar un estatus inferior”.

Abu Eid habla por experiencia, sobrevivió un incidente cerca de Jericó, donde un colono lo embistió con su automóvil, casi enviándolo a él y a su párroco en su propio automóvil por un barranco.
“Nos quedamos sin protección, mientras que soldados y colonos actúan con impunidad”, dice.
La violencia sigue patrones predecibles, según Abu Eid. Los controles de carretera israelíes aíslan cada vez más a las ciudades palestinas entre sí, y a veces el acceso a mercados e instalaciones médicas, mientras que los asentamientos de colonos hacen metástasis en las cimas de las colinas, rodeando a las comunidades palestinas en una soga de arquitectura hostil y una red de carreteras segregada que sirve a los asentamientos en Cisjordania, pero no a las aldeas y ciudades palestinas.
“¿Podemos darles un futuro predecible? ¿Podemos protegerlos?”
El avance del plan israelí de la “Gran Jerusalén” —un proyecto de ley que busca ampliar los límites municipales de Jerusalén mediante la anexión unilateral de los asentamientos de Cisjordania, al tiempo que excluye los barrios palestinos— ampliaría la soberanía israelí sobre el territorio ocupado en violación del derecho internacional. Abu Eid advierte que “las áreas donde permanecen más del 90% de los cristianos palestinos corren el riesgo de ser tragadas”.
En este ambiente, la observancia religiosa se convierte en un acto de desafío. “Rezar es un acto de desafío”, insiste. “Luchamos para llegar a nuestras iglesias, para mantenerlas vivas”.
El acceso a las iglesias está controlado por la política de restricción de movimiento de Israel, dice Nassar, que limita el acceso a las ciudades donde se encuentran las iglesias más grandes, como Belén, Jerusalén y Nazaret.
“Esta tierra no es solo un viaje espiritual, es una experiencia viva de horrores”, dice.
La Iglesia de la Natividad existe en una extraña dualidad: un imán para los pocos peregrinos internacionales que se toman selfies en la Estrella de Plata que marca el lugar donde nació Jesús, mientras que fuera de sus puertas los fieles palestinos navegan por un laberinto de barreras militares para asistir a las liturgias.
La tragedia personal de Saadeh encarna las insoportables opciones que enfrentan los palestinos. Se le quiebra la voz al hablar de Christine, su hija de 11 años asesinada por las fuerzas israelíes en un puesto de control en 2005.
“Decidí quedarme, pero pagué un alto precio”, dice.
Ahora que supervisa la Escuela Secundaria del Pastor en Beit Sahour, parte de la red educativa del Patriarcado Ortodoxo Griego de Jerusalén que atiende a 20.000 niños palestinos, Saadeh no puede aconsejar a las familias que se queden.
“El precio se está volviendo demasiado alto”, dice, con los ojos nublados por el dolor y la duda.
La crisis demográfica a la que se enfrentan los cristianos palestinos —que ahora representan menos del 1,5% de la población en Cisjordania, Jerusalén Este y la Franja de Gaza— refleja una amenaza existencial más amplia. Abu Eid se aferra a fragmentos de esperanza, señalando que “muchos con pasaportes extranjeros optan por quedarse. Incluso en Gaza, … algunos se niegan a irse”.
Sin embargo, el éxodo continúa, y los propios hijos de Nassar suplican: “No esperes a que lo que pasa en Gaza pase aquí”.
Su respuesta capta la urgencia moral del momento: “No necesitamos cristianos en silencio. Necesitamos a quienes desafían al poder. Su silencio es una amenaza para la paz”.
A medida que Cisjordania se tambalea al borde de una transformación irreversible —donde “la anexión no ocurre a través de declaraciones, sino a través de excavadoras, asentamientos y violencia sistémica”, dice Abu Eid—, Saadeh dice que los palestinos enfrentan un cálculo imposible: “el exilio y la pérdida de la patria o quedarse y arriesgarse a perderlo todo”.
“Nuestra libertad no es imposible”, dice Abu Eid, pero las arenas del reloj de arena se han vuelto peligrosamente delgadas.
Conexión CNEWA
En Tierra Santa, CNEWA-Misión Pontificia apoya una red de organizaciones cristianas que ofrecen atención médica, servicios sociales y educación, incluyendo la Universidad de Belén y la Escuela Secundaria del Pastor. Nuestro equipo en Jerusalén, también apoya varias iniciativas que sostienen la actividad económica para fomentar la presencia cristiana en la tierra de Jesús y, en tiempos de crisis, coordina con sus socios para acelerar la ayuda humanitaria básica a los desplazados por la guerra entre Israel y Hamás y a los que se refugian en Gaza y Cisjordania.
Para apoyar la misión de CNEWA en Tierra Santa, llame al 1-866-322-4441 (Canadá) o al 1-800-442-6392 (Estados Unidos) o visite cnewa.org/donacion.