Nota de los directores: Para conmemorar el 50 aniversario de la revista ONE en inglés en 2024, cada número presenta una reimpresión de un artículo “clásico” que continúa captando la atención y el interés de los lectores años después de su publicación.
Esta edición presenta un artículo del padre jesuita John Long sobre la evolución de las relaciones católico-ortodoxas en la historia reciente. En el último año de vida del padre Long, Michael La Civita, director ejecutivo de ONE, se sentó con el ecumenista y registró sus recuerdos. Estas conversaciones derivaron en este artículo, publicado en ONE en julio de 2005, dos meses antes de la muerte del autor. El padre Long fue un destacado ecumenista de su época, que sirvió en el Consejo Pontificio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos (1963-1980) y en la Consulta Teológica Católico-Ortodoxa de América del Norte.
La explicación del padre Long sobre los avances en las relaciones católico-ortodoxas —y sobre las disputas centenarias que aún deben superarse— “desafiará e inspirará” a los lectores en el camino hacia la unidad.
En 1962, mientras era estudiante de posgrado, visité Monte Athos, la famosa montaña monástica de Grecia. Aunque los monjes ortodoxos me recibieron amablemente, me mostraron una pintura del emperador bizantino Miguel Paleólogo y un pontífice romano presidiendo la ejecución de un grupo de monjes ortodoxos que se negaron a aceptar la “unión” de las iglesias griega y romana proclamada en el Segundo Concilio de Lyon en 1274.
Ese incidente nunca ocurrió, pero fue una señal de la memoria histórica de agravios reales o imaginarios que han influido en las relaciones católicas y ortodoxas durante siglos.
En 1956, un sacerdote de la Universidad de Fordham llevó un grupo de universitarios a una iglesia ortodoxa. El sacerdote ortodoxo los recibió amablemente, les explicó la disposición de la iglesia y señalando el iconostasio, una mampara de íconos que divide el santuario de la nave de una iglesia, les dijo que el sacramento eucarístico para los enfermos se guardaba detrás. Al salir de la iglesia, un estudiante preguntó al sacerdote católico si los ortodoxos tenían la Eucaristía como los católicos. Cuando dijo que sí, el estudiante dijo: “No noté que hiciera ninguna reverencia. ¿Está realmente Cristo presente?” “Sí”, dijo el sacerdote, “pero no quiere estar”.
Desde los primeros días de la iglesia, los seguidores de Jesucristo se han dividido en cuanto a cómo interpretar y practicar sus enseñanzas.
Mucho antes de que la Reforma Protestante dividiera al occidente cristiano en el siglo XVI, no menos de seis movimientos —descritos a menudo como económicos, lingüísticos, filosóficos, políticos o teológicos— dividieron a la iglesia primitiva, principalmente al oriente cristiano. En sólo cuatro décadas, hemos viajado mucho desde cuando estas historias eran la norma. No obstante, poco nos divide hoy, excepto la costumbre de estar divididos.
Pero últimamente ha habido un buen número de declaraciones sobre un “invierno ecuménico” y el “diálogo vacilante” entre las iglesias del oriente y el occidente cristiano. A medida que avanzamos en este milenio, debemos reflexionar sobre nuestro pasado y rastrear los considerables avances realizados en nuestra búsqueda de la reconciliación y el restablecimiento de la plena comunión.
La primera mitad del siglo XX
La falta de comunión eclesial entre las tradiciones católicas y ortodoxas es el resultado de un distanciamiento que se remonta a siglos, atenuado y a veces exacerbado por los esfuerzos por restablecer la plena comunión.
Durante siglos, los cristianos orientales y occidentales mantuvieron una comunión eclesial fundamental a pesar de las diversidades. Pero el distanciamiento se convirtió en separación a medida que cada tradición insistía cada vez más en su visión de la revelación de Dios en su Hijo y en la iglesia como la única visión correcta. Restablecer la plena comunión, por tanto, significaba un “regreso” de una comunidad a la otra. Los intentos de lograr una unión global fueron un fracaso, ya que el clero y los laicos de ambas comunidades no reconocieron la legitimidad de la diversidad en la unidad o la posibilidad de que, fundamentalmente, la comunión entre iglesias ya existía.
Esta política de retorno y uniformidad fue predominante en las iglesias católica y ortodoxa hasta mediados del siglo XX. En la católica, el retorno y la uniformidad fueron enfatizados particularmente después de la Reforma Protestante. La unidad era simplemente la plena comunión con la iglesia presidida por el obispo de Roma, fuera de la cual no había iglesia y pocas posibilidades de salvación. Así, se fomentó la plena comunión con Roma, individual o nacional, incluso cuando el ideal de la comunión universal comenzó a considerarse inalcanzable.
Las acciones de tres papas del siglo XX —León XIII, que alentó a las iglesias católicas orientales a restaurar y renovar sus propias tradiciones mientras asumían un papel más decidido en la vida de toda la Iglesia católica; Benedicto XV, que fundó el Pontificio Instituto Oriental y la Sagrada Congregación para las Iglesias Orientales (ambos en 1917); y Pío XI, quien alentó la formación de comunidades católicas orientales con sus jerarquías adecuadas— aunque genuinas en su respeto por los ortodoxos, se basaban en la noción de que los ortodoxos tenían que “regresar” a la comunión católica. Ésta siguió siendo la política oficial de la Iglesia católica bajo Pío XII.
En 1896, el Patriarca Ecuménico Anthimos VII respondió con dureza a una carta sobre la unidad de León XIII, reiterando un tema ortodoxo de que para lograr la unidad los papas deben renunciar al papado y a todas las innovaciones del segundo milenio: la introducción del filioque —“y del Hijo” en el Credo de Nicea— la infalibilidad papal y las doctrinas de la Inmaculada Concepción y la Asunción de la Virgen María. Incluso cuando los ortodoxos comenzaron a participar en el movimiento ecuménico en la década de 1920, eso no incluyó el diálogo con la iglesia de Roma. Continuaron las protestas públicas contra las actividades, e incluso la existencia, de las iglesias católicas orientales, llamadas “uniatas”. Se siguieron imprimiendo o reimprimiendo libros polémicos de estilo antiguo y, en algunas iglesias ortodoxas, continuó el rebautismo de los católicos.
Sin embargo, durante este tiempo se produjeron ciertas aperturas. La abadía benedictina de Amay, hoy en Chevetogne, Bélgica, fue pionera. Teólogos de Alemania y Francia desarrollaron contactos con teólogos ortodoxos en Grecia, Rumania y Europa occidental. Y los programas sociales católicos de posguerra en Europa para el gran número de refugiados ortodoxos del bloque soviético crearon lentamente un clima de confianza y voluntad. Se preparaba el terreno para un florecimiento de ideas que conducirían a la eclesiología renovada y reformada del Vaticano II (1962-65).
Una nueva mentalidad ecuménica
Un claro cambio entre católicos y ortodoxos comenzó con el pontificado de Juan XXIII y su convocatoria de un concilio. Uno de los objetivos declarados del Vaticano II fue buscar caminos hacia la unidad de los cristianos. Sin embargo, no mucha gente entendió lo que quería decir el papa; incluso su comprensión de la unidad cristiana se desarrolló a medida que avanzaban los preparativos para el concilio.
Las iglesias ortodoxas estaban divididas cuando oyeron hablar por primera vez del concilio, y la mayoría lo consideró como un asunto interno de la Iglesia católica. Algunos en Grecia y el Medio Oriente mostraron cauteloso interés, mientras que los rusos fueron hostiles. Pero, las actitudes entre las iglesias ortodoxas de tradición bizantina cambiaron después de que el Patriarca Ecuménico Atenágoras I convocó la Primera Conferencia Panortodoxa en septiembre 1961.
Para los católicos, los planes del concilio incluyeron la presencia de observadores no católicos. La recién creada Secretaría para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, después de superar dificultades internas en Roma, envió invitaciones a varias iglesias. Inicialmente, la secretaría decidió invitar a los jefes de las distintas iglesias ortodoxas bizantinas autocéfalas (o independientes) a través del patriarca ecuménico. Pero, pronto quedó claro que cada iglesia deseaba decidir por sí misma la cuestión de la asistencia, lo que generó confusión e incertidumbre. Paradójicamente, sólo el patriarcado de Moscú contó con dos observadores presentes en la sesión inaugural del concilio.
Esto cambió a medida que los sacerdotes conciliares se abrieron a la idea de observadores y a que sus funciones quedaron mejor definidas. Los ortodoxos también determinaron que su iglesia en su conjunto debía decidir sobre lo oportuno del diálogo teológico con la Iglesia católica y la estructura y temas que lo caracterizarían. Cada iglesia autocéfala, sin embargo, fue libre de entablar cualquier tipo de relación que deseara, siempre que no implicara que hablaba en nombre de toda la ortodoxia.
El diálogo serio con aquellas iglesias ortodoxas que no están en comunión con Roma o Constantinopla, más conocidas como “ortodoxas orientales” —armenias, coptas, etíopes (y ahora eritreas), malankaras y siríacas ortodoxas— datan de este período. Aunque las relaciones católicas con estas comunidades no siempre fueron amistosas, ellas enviaron observadores a varias sesiones del Vaticano II.
La elección del Papa Pablo VI en junio de 1963 desencadenó acontecimientos que provocaron un cambio de clima. El intercambio de obsequios, cartas y delegaciones entre Roma, Constantinopla y Moscú —viene a la mente que Pablo y Atenágoras relegaron al olvido los acontecimientos de 1054, año en que las iglesias católica y ortodoxa se separaron simbólicamente— fueron más que simples cortesías diplomáticas. Simbolizaron una realidad más profunda: el reconocimiento católico de la vida sacramental de estas iglesias, la realidad eclesial y la autoridad pastoral de sus obispos y sacerdotes, y la misión que estas iglesias tenían para con su propio pueblo y con el mundo.
Esta realidad se manifestó en “Unitatis redintegratio” o Decreto sobre el Ecumenismo del concilio, publicado el 21 de noviembre 1964. El decreto, base para el diálogo católico-ortodoxo moderno, estableció el principio de comunión real, aunque imperfecta, entre los cristianos y sus iglesias y comunidades. Pero el concilio identificó la “posición especial de las iglesias orientales”, reconociendo los orígenes apostólicos de muchas de sus creencias y prácticas, la posesión de verdaderos sacramentos, especialmente la Eucaristía, y la legitimidad de la diversidad en disciplina y costumbres, “puesto que son más acomodadas a la idiosincrasia de sus fieles y más adecuadas para promover el bien de sus almas. No siempre, es verdad, se ha observado bien este principio tradicional, pero su observancia es una condición previa absolutamente necesaria para el restablecimiento de la unión”.
El concilio dijo además que la diversidad legítima se aplica a las diferencias en las expresiones teológicas de la doctrina, que “más bien que oponerse entre sí, se completan”.
Un acontecimiento que caracterizó el pensamiento expresado en el decreto fue la visita de Pablo VI a Atenágoras en Estambul en julio 1967. El papa tomó la iniciativa, rompiendo el pensamiento predominante entre católicos de la época de que cualquier visita de este tipo llevaría al patriarca al papa, quien era el jefe de la sede preeminente y por tanto de la iglesia. Al tomar la iniciativa, Pablo demostró que la autoridad en la iglesia no siempre significaba respetar el protocolo, sino el servicio; su visita demostró su disposición a servir a sus hermanos y hermanas ortodoxos. El papa aprovechó la visita para centrarse en la unidad que existía entre católicos y ortodoxos, a pesar de las diferencias reales que persistían. Citó la comunión de los primeros padres de la iglesia, quienes se aceptaron mutuamente a pesar de las diferencias en costumbres y expresiones teológicas de la única verdad.
Diálogo de caridad.
A medida que se intensificaron los contactos entre católicos y ortodoxos, también la comprensión de lo que los separaba: la falta de caridad y el malentendido mutuo. “El verdadero diálogo de la caridad”, declararon el Papa Pablo y el Patriarca Ecuménico Atenágoras en una declaración conjunta en octubre 1967, “debe estar arraigado en la fidelidad total al único Señor Jesucristo y en el respeto mutuo por las tradiciones de cada uno. Todo elemento que pueda fortalecer los vínculos de la caridad, de la comunión y de la acción común es motivo de regocijo espiritual y debe ser promovido; todo lo que pueda dañar esta caridad, comunión y acción común debe ser eliminado con la gracia de Dios y la fuerza creadora del Espíritu Santo”.
Afirmaron además que “el diálogo de la caridad… debe dar frutos de una cooperación que no sea egoísta, en el campo de la acción común a nivel pastoral, social e intelectual, con respeto mutuo por la fidelidad de cada uno a su propia Iglesia. … [y nosotros] esperamos una mejor cooperación en obras de caridad, en ayuda a los refugiados y a los que sufren y en la promoción de la justicia y la paz en el mundo”.
Con estas palabras, Pablo y Atenágoras trazaron un modelo para el diálogo de la caridad. No hay nada sentimental o emocional aquí; es al construir de acuerdo con este modelo que uno puede llegar a un diálogo teológico serio que pueda abordar eficazmente las cuestiones de fe y práctica que aún nos separan e impiden la plena comunión sacramental y canónica.
Relaciones católico-ortodoxas bizantinas
Desde el final del Vaticano II, se pueden discernir dos períodos en las relaciones católicas y ortodoxas bizantinas y quizás el comienzo de un tercero. El primero, que comienza con el fin del concilio en 1965 y termina aproximadamente con el colapso de la Unión Soviética en 1991, vio varios avances significativos hacia la reconciliación, entre ellos:
• Reconocimiento ortodoxo ruso de los matrimonios mixtos ante un sacerdote católico (1967).
• Permiso para admitir a los católicos a la Comunión en las iglesias ortodoxas rusas cuando no haya ninguna iglesia católica disponible (1969).
• Discusiones teológicas en Leningrado (1967), Bari (1970), Zagorsk (1973), Trento (1975), Odesa (1980) y Venecia (1987) que abordaron una variedad de temas, incluida la doctrina social de la iglesia, la formación religiosa, la iglesia en el mundo, secularización, evangelización, inculturación y el papel de la mujer.
• La creación de una comisión conjunta católico-ortodoxa en 1978, que delineó los objetivos y la metodología para el diálogo, cuyo propósito sería restablecer la plena comunión entre ambas iglesias.
• La primera declaración acordada de la comisión, “El Misterio de la Iglesia y de la Eucaristía a la luz del Misterio de la Santísima Trinidad”, producida en la segunda plenaria celebrada en Múnich en 1982.
• La segunda declaración acordada de la comisión, “Fe, Sacramentos y Unidad de la Iglesia”, después de largas discusiones en Creta (1984) y Bari (1986 y 1987).
• Una tercera declaración, que examinó la estructura sacramental de la iglesia, acordada por la comisión en New Valamo, Finlandia (1988). Sin embargo, reveló las crecientes tensiones entre católicos y ortodoxos por el resurgimiento de las iglesias católicas orientales en la era de Gorbachov. Esto resultó en la creación de una subcomisión especial para estudiar la cuestión del “uniatismo”.
• La culminación de esta era con las celebraciones que marcaron el aniversario mil del bautismo de la Rus’, en las que participaron 16 funcionarios de la Santa Sede, entre ellos nueve cardenales y este autor. El Papa Juan Pablo II publicó dos cartas notables para conmemorar el aniversario, reiterando los principios y objetivos del diálogo y la necesidad de que los católicos orientales participen en una actividad ecuménica sincera.
El segundo período, o “invierno ecuménico”, coincide con el resurgimiento de las iglesias católicas orientales de la Europa poscomunista.
En la quinta sesión plenaria de la comisión conjunta católico-ortodoxa celebrada en Freising, Alemania, en 1990, se esperaba que se abordaran las espinosas cuestiones de la autoridad y la primacía, incluida la primacía especial del obispo de Roma, pero eso desvaneció cuando los miembros ortodoxos insistieron en que se diera plena consideración al problema del “uniatismo”.
La comisión reconoció que el “uniatismo” —la creación de una iglesia católica oriental a partir de una iglesia ortodoxa paralela— se percibía como un método para buscar la unidad entre católicos y ortodoxos sin tener en cuenta que la Iglesia ortodoxa es una iglesia hermana que ofrece medios de misericordia y salvación. Los miembros de la comisión pidieron la redacción de documentos para examinar el problema, pero en cierto sentido ya habían rechazado el “uniatismo”, que se oponía a la tradición común de ambas iglesias.
Finalmente, un documento de trabajo formó la base de la cuarta declaración acordada de la comisión, “Uniatismo, Método de Unión del Pasado y la Búsqueda Actual de la Plena Comunión”, publicada en Balamand, Líbano, en 1993.
Balamand destacó la “comunión” y las “iglesias hermanas”, rechazó el exclusivismo eclesiástico (uniformidad) y reafirmó que la expansión misionera católica a expensas de la Iglesia ortodoxa ya no puede aceptarse como método de unidad. Pero, la comisión reconoció el derecho de las iglesias católicas orientales a existir y responder a las necesidades espirituales de sus fieles. Obligadas por su comunión con la iglesia de Roma, sus actitudes hacia los ortodoxos, sin embargo, deberían guiarse por los principios esbozados por el Vaticano II y las declaraciones esclarecedoras de los papas. La declaración de Balamand también afirmó que las iglesias católicas orientales deben ocupar el lugar que les corresponde, a nivel local e internacional, en los diálogos sobre la caridad y la teología.
La reacción hacia Balamand en los círculos católicos y ortodoxos ha sido mixta. Y a pesar de los esfuerzos del Papa Juan Pablo II por eliminar los obstáculos al diálogo y de sus numerosos gestos —visitas a las iglesias ortodoxas de Antioquía, Bulgaria, Georgia, Grecia, Jerusalén, Rumania y Ucrania; la devolución de las reliquias tomadas por los cruzados medievales; designar iglesias para el uso litúrgico de varias comunidades ortodoxas en Roma— las diferencias son grandes. La Comisión Internacional Conjunta, incluso en su reunión de junio 2000 en Emmitsburg, Maryland, no ha podido producir una declaración desde 1993.
La muerte en abril pasado del Papa Juan Pablo II y la elección del Cardenal Joseph Ratzinger como Papa Benedicto XVI pueden marcar el fin del “invierno ecuménico” y el comienzo de un deshielo. Alexei II, patriarca de Moscú y de toda Rus’ (quien, si bien reconoce las propuestas y los gestos de Juan Pablo II, ha acusado repetidamente a la Iglesia greco-católica ucraniana de hacer proselitismo a expensas de la Iglesia ortodoxa rusa), por ejemplo, dijo en una declaración transmitida por Radio Vaticana que uno de los desafíos “cruciales” que católicos y ortodoxos deben abordar juntos es traer de vuelta los valores cristianos a Europa. Contaba mucho con Benedicto para trabajar juntos “contra la violencia, el egoísmo y el relativismo moral”.
Relaciones católico-ortodoxas orientales
Las diferencias católicas y ortodoxas bizantinas con la familia de iglesias ortodoxas orientales (armenia, copta, eritrea, etíope, malankara y siríaca) se remontan a las grandes controversias cristológicas de los siglos V y VI. Cada una de estas iglesias posee tradiciones litúrgicas, monásticas y pastorales que no son fácilmente entendidas por los teólogos latinos (romanos) o incluso bizantinos.
Los observadores de todas estas iglesias ejercieron una presencia activa en el Vaticano II. Sin embargo, el mayor desarrollo entre católicos y ortodoxos orientales se inició con una serie de consultas teológicas no oficiales establecidas en 1964 por el cardenal Franz König, arzobispo de Viena.
La Fundación Pro-Oriente reunió a teólogos católicos, obispos y teólogos de las distintas iglesias ortodoxas orientales que estudiaron en profundidad problemas comunes, muchos de ellos pastorales.
Hay acuerdo en que la cristología expresada por estas iglesias, que las separó de Roma y Constantinopla, no debe considerarse un factor de separación. No diferimos sustancialmente en nuestra comprensión de Jesucristo; de hecho, nuestras diferentes fórmulas teológicas buscan expresar la misma realidad:
“Confesamos que nuestro Señor, Dios, Salvador y Rey de todos nosotros, Jesucristo, es Dios perfecto con respecto a su divinidad, hombre perfecto con respecto a su humanidad”, declararon el Papa Pablo VI y el Papa copto ortodoxo Shenouda III en mayo 1973.
“En él su divinidad está unida a su humanidad en una unión real y perfecta, sin mezcla, sin aleación, sin confusión, sin alteración, sin división, sin separación. Su divinidad no se separó de su humanidad ni por un instante, ni por un abrir y cerrar de ojos. El que es Dios eterno e invisible se hizo visible en carne y tomó sobre sí forma de siervo. En él se conservan todas las propiedades de la divinidad y todas las propiedades de la humanidad, juntas en una unión real, perfecta, indivisible e inseparable”.
Aunque son prolijas, faltan algunas palabras muy significativas (persona, naturaleza, hipóstasis o sustancia), palabras en torno a las cuales giraron las controversias de los siglos V y VI; que desembocaron en amargura, fratricidio y separación que duró casi 15 siglos. Esta declaración conjunta se produjo llegando a la realidad de la fe escondida durante mucho tiempo detrás de palabras y fórmulas.
Para reconciliar y restaurar la plena comunión, los papas pidieron una comisión conjunta para guiar el estudio común de la tradición, la patrística, la liturgia, la teología, la historia y los problemas pastorales prácticos, “para que mediante la cooperación en común podamos tratar de resolver, en un espíritu del respeto mutuo, las diferencias existentes entre nuestras iglesias y poder proclamar juntos el Evangelio de manera que corresponda al auténtico mensaje del Señor y a las necesidades y esperanzas del mundo de hoy”.
“Con sinceridad y urgencia”, declararon los papas, “recordamos que la verdadera caridad, arraigada en la fidelidad total al único Señor Jesucristo y en el respeto mutuo de las tradiciones de cada uno, es un elemento esencial de esta búsqueda de la comunión perfecta.
“En nombre de esta caridad, rechazamos toda forma de proselitismo, en el sentido de actos mediante los cuales las personas intentan perturbar sus comunidades, reclutando nuevos miembros unos de otros mediante métodos o actitudes mentales contrarias a las exigencias del amor cristiano o a lo que debe caracterizar las relaciones entre iglesias. Que cese donde pueda existir”.
Aunque la comisión conjunta católica y copta ortodoxa ha realizado un trabajo importante, particularmente en sus primeros años, el diálogo no ha progresado. Hay varias razones:
• Preocupación por la posición de los coptos en Egipto y las diásporas.
• Temor de proselitismo católico copto, que no parece bien fundado.
• Tradicionalismo entre algunos círculos monásticos y académicos coptos ortodoxos.
• Prácticas coptas ortodoxas ambiguas, como la práctica del “rebautismo” de los católicos que ingresan a la iglesia copta ortodoxa, generalmente a través del matrimonio.
Los contactos con los coptos sólo continúan ocasionalmente. Sin embargo, las relaciones con los armenios, los malankara y los siro-ortodoxos continúan desarrollándose, abriendo vías de comprensión teológica y colaboración pastoral, especialmente en la educación, el trabajo caritativo y la vida familiar. En 2003 se creó una comisión internacional conjunta católica y ortodoxa oriental para proporcionar un foro para un mayor diálogo.
Un nuevo milenio: luces y sombras
Para quienes hemos participado en el diálogo entre las iglesias católica y ortodoxa estos últimos 40 años, ha sido una experiencia estimulante. A veces se necesita una buena dosis de realismo para recordarnos que, para lograr la reconciliación y restablecer la plena comunión, debemos superar un milenio de tensión, discordia, prejuicios y odio.
Hemos aprendido a definirnos por lo que no somos. Esta actitud sigue siendo común en el mundo en general y entre los cristianos en particular.
Los acontecimientos de los últimos veinte años (el desmoronamiento de la Unión Soviética y el declive de sus aliados, el aumento de la violencia en el Medio Oriente y la resurrección del nacionalismo en los Balcanes, por ejemplo) han puesto esto de relieve al liberar muchos de los sentimientos y emociones mantenidos bajo control durante al menos 50 años.
Los cristianos afectados por estos cambios, particularmente aquellos que alguna vez vivieron con algunas libertades limitadas y aquellos que ahora surgen del pozo de la opresión, tienen que reconocer que las relaciones entre el oriente y occidente cristianos han evolucionado.
En Europa, los líderes (muchos de los cuales, con o sin razón, eran percibidos como colaboradores de regímenes opresivos) pidieron tanto clérigos como laicos, que acepten ideas y participen en actividades que consideren infieles a sus tradiciones y fe. Temen por sus identidades nacionales, culturales y espirituales, que parecen amenazadas. Y es posible que, de hecho, sea necesario desmantelar algunas instituciones cómodas, que han resistido pruebas a lo largo de los siglos.
Intimidados por la magnitud de la renovación y reevangelización cristiana, y escasos de recursos y personal, algunos en puestos de liderazgo no tienen tiempo para el ecumenismo.
Católicos y ortodoxos tienen un fuerte sentido de la vida eclesial y religiosa anclada en la tradición. Reconocemos que es una tradición viva en la que el Espíritu Santo está obrando constantemente, tanto en palabra como en sacramento. El núcleo de nuestras decepciones en estos últimos 15 años es nuestra lucha por mantener la tensión entre “la revelación dada una vez por todas a los santos” y el Espíritu que continúa hablando. Desde finales del siglo XIX, ese Espíritu ha estado obrando a medida que católicos y ortodoxos han progresado del distanciamiento a la reconciliación.Los acontecimientos de las últimas décadas no se pueden deshacer. Los documentos publicados no pueden ser anulados. Desafían e inspiran y, a medida que avanzamos en este nuevo milenio, nos juzgarán si los evitamos.
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