“Tres casas, dos autos y un granero lleno de animales”, dijo Elmira Grigoryan, mientras se esforzaba por contabilizar lo que había tenido que dejar en Nagorno-Karabaj.
Elmira, de 60 años, y su esposo disfrutaban de una comida tranquila en su casa en la aldea de Gandzasar el 19 de septiembre, cuando Azerbaiyán lanzó una ofensiva militar a gran escala en la región históricamente armenia. Dejaron la comida y huyeron al sótano de su vecino.
“En las primeras horas, nuestro pueblo sufrió graves daños, con heridos y víctimas”, dijo. “Fue una situación terrible, que nos obligó a enterrar a nuestros vecinos caídos en sus jardines traseros porque no había forma de llevarlos al cementerio”.
Los sobrevivientes se vieron obligados a evacuar la aldea en el camión de un vecino y finalmente se dirigieron a la capital de la región, Stepanakert. Allí, Elmira y su esposo pasaron dos días en la casa de su hijo “aferrados a la esperanza”.
“Nunca perdí la esperanza, creyendo que la diplomacia prevalecería y volveríamos a nuestros hogares. Pero entonces, mi hijo nos dio la desgarradora noticia de que teníamos que irnos”, dijo.
Con demasiadas dificultades para conseguir combustible, ellos abandonaron su auto en Stepanakert y se metieron, apretados, en otro con otras familias. Elmira recordó las penurias a las que se enfrentaron, agravadas por el bloqueo de más de nueve meses que precedió al ataque.
“A mi esposo le amputaron la pierna debido a las heridas sufridas durante la guerra de la década de 1990. Ni siquiera pude traerle la medicación adecuada”, dijo. “Nos dejaron morir de hambre durante más de nueve meses, solo para bombardearnos cuando finalmente nos fuimos”.
El trayecto desde Nagorno-Karabaj hasta el puesto de control de Kornidzor, en la frontera con Armenia, suele durar dos horas. Pero este viaje duró más de dos días debido al intenso tráfico de decenas de miles de personas que huían a la vez. En el puesto de control, la pareja dijo que iba en busca de refugio en un campamento del Ordinariato Católico Armenio en Torosgyugh, en la región de Shirak. El ordinariato trabaja en estrecha colaboración con Caritas para apoyar a los refugiados en el campamento y recibe fondos de CNEWA.
“Aquí todo es gratuito”, dijo en el campamento. “Me estremezco al pensar lo que habríamos pasado sin este apoyo”.
Apenas dos días después de llegar al campamento, un coágulo de sangre en la pierna de Elmira se volvió crítico. El padre Grigor Mkrtchyan, director del campamento, hizo arreglos para que un auto la transporte a altas horas de la noche a un hospital de la capital armenia, Ereván. Ella cree que no hubiera sobrevivido sin la oportuna intervención del sacerdote. Ella fue bautizada en la capilla del campamento con otros 30 refugiados de Nagorno-Karabaj.
“En cuestión de días, experimenté lo que es ser desplazada, tuve una cirugía y un bautismo Sagrado”, dijo, señalando la cruz alrededor de su cuello.
Se aferra a la esperanza de que su pierna mejore y le permita volver al trabajo. En Nagorno-Karabaj, era famosa por hornear un manjar local favorito: una rosquilla hecha con unas 25 hierbas, combinada con pan fragante. Una de las pocas cosas que se llevó de su casa antes de irse fue su rodillo. Ella está agradecida porque sus tres hijos y ocho nietos sobrevivieran a la terrible experiencia.
La hija de Elmira, Armine Grigoryan, también buscó refugio en el campamento con su esposo y sus tres hijos. Habían residido en Kolatak, en Nagorno-Karabaj. Hace dos años, el estado le había proporcionado a su esposo, que es militar, una vivienda familiar.
“Habíamos esperado 15 largos años por esa casa, la habíamos amueblado con elegancia”, dijo Armine. “Yo era una estilista con un negocio próspero, una base de clientes leales y teníamos todo lo que necesitábamos. Pero todo cambió en cuestión de horas”.
Ella estaba teñiendo el pelo de una cliente, esperando a que el color se fijara, cuando estalló la guerra. Se ordenó la evacuación de los residentes del asentamiento militar.
“Mi esposo estaba estacionado en la frontera y no había medios de comunicación”, dijo. Sin noticias de él, Armine y sus hijos buscaron refugio en el bosque. Mientras tanto, su hijo de seis años “se aferraba a un ícono, rezando fervientemente por el regreso a salvo de su padre”.
Cuatro días después, Armine y sus hijos se reunieron con su marido en Stepanakert y huyeron juntos al campamento.
“Tenía la esperanza de que mis hijos se libraran de presenciar las duras realidades de la guerra, pero fueron testigos de más de lo que yo hubiera querido: hambre, bombardeos, desplazamientos. Están profundamente traumatizados y asustados”, dijo.
A finales de octubre, Armine y su familia continuaron lidiando con el trauma persistente y la ansiedad causados por el conflicto en su tierra natal dentro de la seguridad del campamento del Ordinariato Católico Armenio en Armenia, agradecidos por el apoyo compasivo del personal para recuperar su estabilidad.