Nota de los directores: El metropolita Borys Gudziak, de la archieparquía greco-católica ucraniana de Filadelfia, ha realizado más de 10 viajes pastorales a Ucrania desde que comenzó la invasión rusa el 24 de febrero de 2022, ofreciendo atención pastoral y solidaridad a un pueblo que sufre. En enero, Naciones Unidas informó que la guerra ha matado a más de 12.300 civiles y creado 4 millones de desplazados internos y 6,8 millones de refugiados, lo que la convierte en la mayor guerra que ha vivido Europa desde la Segunda Guerra Mundial. Al comenzar el cuarto año de la guerra, el arzobispo comparte las experiencias que tuvo el otoño pasado entre las comunidades en el frente de batalla en el este y el sur de Ucrania. El pasado mes de junio, el arzobispo Gudziak recibió el Premio Fe y Cultura de CNEWA por su destacado compromiso con la promoción y preservación de la dignidad de la persona humana.
Al abordar el tren con destino a Odesa, sur de Ucrania, me di cuenta de que iba a una zona de guerra. A veces, el frente de batalla estaba a solo 20 millas, muy cerca.
Cuando llegué, el puerto de Odesa, un centro de cereales clave que alimenta a millones de personas en África y Oriente Medio, estaba visiblemente dañado. La gran Escalera Potemkin, un famoso monumento de Odesa, estaba desierta. Antes de la contraofensiva ucraniana, el frente se encontraba en lo que ahora son los campos arrasados de la región de Mykolaiv.
La guerra fue dolorosamente cruda en el cementerio militar de las afueras del sur de Zaporiyia. Nos miraba desoladamente a través de las ventanas destrozadas por el fuego diario de artillería y cohetes en las ciudades, pueblos y aldeas que se extendían a lo largo de las 600 millas del frente activo, siempre presente en las casas devastadas por misiles desde Kryvyi Rih hasta Kharkiv. Chirriaba con innumerables sirenas de ataque aéreo.
En nuestra última noche en Kharkiv, una bomba guiada cayó cerca de la residencia de mi equipo y explotó. Estaba tan consumido y agotado por todo esto que, a diferencia de mis colegas, dormí cuatro noches seguidas mientras sonaban las alertas de ataque aéreo.

La guerra nos ayuda a enfocarnos en lo más importante. Cuando enfrentamos la vida y la muerte, la interrogante humana fundamental, todo lo frívolo y superficial se desvanece. Cuando nos vemos obligados a mirarnos a los ojos, empezamos a ver al otro como una persona.
La guerra es inmediata. Se ve en los ojos de Serhiy Gaidarzhy, un joven que perdió a su mujer e hijo de cuatro meses en un ataque con misiles la pasada primavera. Esa noche, él y su hija de tres años dormían en otra habitación del apartamento que alquilaban en Odesa.
“Cuando nos vemos obligados a mirarnos a los ojos, comenzamos a ver al otro como una persona”.
La guerra es directa. Se vive en los dolorosos recuerdos de Oleh Pylypenko, un jefe de administración local en la región de Mykolaiv, que pasó casi tres meses en cautiverio ruso, donde fue golpeado, torturado y electrocutado. Pesa en las preocupaciones de Ludmyla Holub, jefa de una comunidad agrícola en Mykolaiv, cuya cooperativa fue casi destruida. Es evidente en las intensas expresiones de un sacerdote greco-católico ucraniano en Zaporiyia, cuyos dos hijos se unieron al ejército para proteger su tierra, y en la determinación del equipo de Caritas Zaporiyia, muchos de los cuales son desplazados internos y han perdido sus hogares —más de una vez— a medida que las tropas rusas avanzaban repetidamente.
La guerra es un catalizador. Está detrás de la dedicación de la pequeña comunidad greco-católica ucraniana en Lozova, cerca de Kharkiv, cuyos miembros rezan en una pequeña casa de una sola planta y han dedicado una sala entera para que los voluntarios cosan camuflajes.

La devastación de la guerra es visible en las lágrimas de una joven que conocimos en el cementerio militar cerca de Zaporiyia; había estado comprometida con un hombre, 23, que cayó en batalla el año anterior. Su dolor no fue egoísta y nos pidió que bendijéramos la tumba de otro soldado que vio ser enterrado sin un sacerdote.
La guerra está cerca de estas personas. Y mi misión principal era estar cerca también. Quería agradecerles su resiliencia, expresarles mi respeto y asegurarles nuestra solidaridad. Quería decirles que rezamos todos los días por los soldados y los refugiados, los heridos, los fallecidos y todas las víctimas inocentes. Rezamos por la conversión de los agresores genocidas, el alivio del dolor y la curación. Esperaba asegurarle a los valientes que hay millones de estadounidenses ondeando la bandera azul y amarilla en sus hogares, haciendo donaciones y elevando oraciones y peticiones por Ucrania. Quise asegurarles que los católicos están firmemente del lado de los ucranianos, que comprenden dónde está la verdad y la mentira, que conocen la diferencia entre el bien y el mal y que honran el valor de quienes arriesgan sus vidas para defender esta diferencia.
Ellos agradecieron la ayuda y el apoyo, pero lo que más apreciaron fue nuestra presencia. Lo escuchamos de un joven sacerdote católico romano en Zaporiyia y del director de una imprenta en Kharkiv que fue alcanzada por un cohete el 23 de mayo de 2024, matando a siete empleados e hiriendo muchos más. Lo escuchamos también del rector de la Universidad de Kharkiv, que, debido primero al COVID-19 y luego a la invasión, no ha funcionado con normalidad por casi cuatro años. Todos nos dijeron: “¡Gracias por estar aquí! ¡No nos sentimos abandonados!”.
Por paradójico que parezca, viajé al este y al sur de Ucrania para aprender sobre la fe y la alegría. Lo que allí sucede es sagrado, sacramental. Los defensores de la dignidad humana están ayudando al mundo, a todos nosotros, a comprender plenamente el significado de la vida y la muerte, a creer en la eternidad, a liberarnos del culto a la comodidad y a abrir nuestras mentes y corazones a verdades profundas. La tragedia, el sufrimiento y el mal de la guerra también son una ocasión para la conciencia y el crecimiento espiritual.
“La fe y la comunidad brindaron fortaleza. El propósito común sirvió como base para la resiliencia”.
Esta guerra también me ha permitido comprender mejor a mis padres. La hermana mayor de mi madre murió en 1945 en la resistencia antisoviética del Ejército Insurgente Ucraniano. Mi padre, cuando fue adolescente, huyó del país, dejando a sus padres, que habían enterrado a ocho hijos y vieron al noveno deportado a Siberia. Como refugiados, mi madre y mi padre fueron testigos de atrocidades, del Holocausto. Mi tía, que luego vivió en Queens, Nueva York, ayudó a llevar agua para que las familias pudieran lavar e identificar los cuerpos de los torturados en una prisión soviética en Zolochiv. De niño, mis padres me contaban estas historias, pero yo no las había comprendido del todo. Criado en la comodidad de los suburbios de Estados Unidos en los años 60 y 70, mi imaginación no podía registrar tanta barbarie. Pero ahora, al ver la guerra tan de cerca, al mirar a los ojos a quienes perdieron hogares y seres queridos, siento que entiendo mejor.
Y sé que hay esperanza.
La generación de mis padres sobrevivió. Estudiaron, formaron familias, criaron hijos y fomentaron la vida en comunidad. Sí, estuvieron marcados por el trauma, que a veces se manifestaba en la adicción, el conflicto o la agresión. Pero, con la gracia de Dios y la comunidad de la iglesia, sus vidas dieron mucho fruto. La fe y la comunidad brindaron fortaleza. El propósito común sirvió como base para la resiliencia.
Vi esas mismas virtudes en Ucrania, cerca de la guerra. Vi un gran amor por la vida. La gente cerca al frente de batalla quiere vivir y prevalecer. No pueden darse el lujo de perder, vivir bajo la ocupación o que les quiten la esperanza. Vi la autenticidad de la experiencia humana y el poder de la comunidad. Y espero compartir algo de ese poder aquí en Estados Unidos, donde a veces perdemos la esperanza cuando vemos que nuestras comunidades declinan frente a muchos desafíos.
Al llegar a Odesa el 4 de septiembre, me di cuenta de que la proximidad de la guerra no es meramente geográfica. Mientras el tren me acercaba a la zona de guerra, un misil hipersónico ruso impactó un edificio de apartamentos en Lviv, una ciudad que se creía segura. El ataque afectó a varias familias que conozco. Una estudiante de segundo año de la Universidad Católica Ucraniana, Daryna Bazylevych, 18, junto con sus hermanas, Yaryna, 21, y Emilia, 7, y su madre, Yevhenia, 43, murieron mientras se refugiaban en la escalera del edificio. Sólo su padre, Yaroslav, sobrevivió. Para él, en Lviv, la guerra está tan cerca como para Serhiy en Odesa.
La guerra está cerca. Y esto significa que nosotros debemos estar más cerca.
Lea este artículo en nuestro formato de impresión digital aquí.