Cada día, en el centro de Tiflis, capital georgiana, un comedor social recibe a casi 400 adultos mayores y niños, para ofrecerles comida, compañía y dignidad. Cerca, los niños asisten a terapias para superar el trauma, la pérdida y la inestabilidad. Cientos reciben servicios esenciales, desde atención médica mental y física hasta camas calientes, apoyo social y la simple tranquilidad de saber que alguien todavía se preocupa por ellos.
Esta es la red de seguridad social de mi país, no solo financiada por el estado, sino hilvanada por iglesias, como la organización benéfica de servicios sociales de la comunidad católica, Caritas Georgia, la sociedad civil y socios internacionales. Esta silenciosa red es frágil, pero funciona. O funcionaba. Porque cuando la sospecha reemplaza a la colaboración, la red se debilita.
Algunos cambios llegan como una tormenta, imposibles de ignorar. Y en 2024, Georgia cambió.
El país que una vez dio la bienvenida a la democracia y colaboró con organizaciones no gubernamentales se alejó. La confianza se volvió duda; la cooperación, control. El espacio para la sociedad civil se redujo, y quienes una vez ayudaron a construir un futuro mejor ahora eran retratados como enemigos del estado. De la noche a la mañana, las reglas cambiaron y, a pesar de una fuerte resistencia, el Parlamento de Georgia aprobó la controvertida “Ley de Transparencia de la Influencia Extranjera”. Es conocida como la “ley rusa”, por su parecido a la legislación rusa sobre “agentes extranjeros”, con el mismo trasfondo de sospecha. Luego, se aprobó una normativa que exigía que todas las subvenciones y donaciones extranjeras se registraran previamente y fueran aprobadas por autoridades estatales antes de iniciar cualquier actividad. Con el pretexto de “garantizar la transparencia”, esta ley creó capas de burocracia que amenazan con interrumpir incluso los programas sociales más esenciales e inmediatos.

La sociedad civil georgiana, por mucho tiempo clave en el desarrollo del país, alzó la voz. Las calles se llenaron de manifestantes pacíficos, para quienes la nueva legislación suponía un cambio en el camino hacia una mayor conexión con Europa, apoyado por una abrumadora mayoría ciudadana. Pedían dignidad, democracia y confianza. La respuesta no fue el diálogo, sino cañones de agua, gases lacrimógenos, violencia y detenciones masivas.
Tras protestas generalizadas y críticas internacionales, el parlamento georgiano derogó la ley y adoptó una versión revisada, la “Ley de Registro de Agentes Extranjeros”, que conservó los mecanismos fundamentales de la original: ampliar los requisitos de registro y reforzar el control sobre las organizaciones con financiación extranjera. La Oficina de Derechos Humanos de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa advirtió que la ley “perjudica a la sociedad civil”, amenaza la libertad de asociación y corre el riesgo de ser utilizada con fines intimidatorios.
El Parlamento Europeo declaró la legislación “un grave revés para la democracia” y la Comisión Europea congeló la candidatura de Georgia a la Unión Europea. Estados Unidos impuso sanciones a los funcionarios implicados. Los donantes internacionales comenzaron a reconsiderar su presencia a largo plazo.
Las preguntas más difíciles no las formulaban los políticos, sino la gente común. No se trata de política partidista. Se trata de presencia. Se trata de si alguien estará presente cuando se necesite ayuda. Las implicaciones de estos cambios no se limitan a la política partidista; se sienten en la práctica.
Según la Oficina Nacional de Estadística de Georgia, alrededor de 864.000 jubilados y 185.000 hogares reciben asistencia social específica. Este programa llega a casi un tercio del país, con beneficios que oscilan entre 30 y 60 lari ($11-$22) al mes, muy por debajo del mínimo de subsistencia mensual de 252 lari ($193). Pero muchos georgianos no cumplen los requisitos y quedan excluidos. Los organismos gubernamentales atienden parte de estas necesidades, pero los actores humanitarios y de la sociedad civil suelen desempeñar un papel complementario: cubren las carencias en la prestación de servicios, no como influencias externas, sino como aliados, especialmente al atender a las personas mayores, personas con necesidades especiales, los desplazados y los jóvenes.
No se trata de política partidista. Se trata de presencia. Se trata de si alguien estará presente cuando se necesite ayuda.
Según Pawel Herczynski, embajador de la UE en Georgia, las ONG “a menudo prestan servicios sociales vitales, en particular a las comunidades vulnerables”, y el Banco Asiático de Desarrollo confirma su papel esencial en salud, educación, seguridad alimentaria y apoyo psicosocial.

Pero este apoyo ahora está amenazado. Más del 90% de las organizaciones no gubernamentales de Georgia, incluida Caritas Georgia, dependen de financiación extranjera, y con la nueva legislación, casi 26.000 organizaciones podrían verse afectadas, según un análisis del Consejo de Relaciones Exteriores de agosto 2024. La infraestructura de ayuda de Georgia está ahora enredada en trámites burocráticos, y los programas que reparten comidas calientes, atención móvil o asesoramiento juvenil enfrentan congelaciones de subvenciones, daños a la reputación e incertidumbre jurídica. Para las personas a las que ayudamos, estas no son deficiencias menores, sino recursos vitales perdidos.
Si esto continúa, Georgia corre el riesgo de perder no solo la ayuda, sino también el mecanismo de atención que ha mantenido unida a su sociedad. Silenciará voces y reducirá la flexibilidad, y quienes se quedarán atrás serán los más necesitados: los ancianos, los pobres y los desplazados.
Ahora nos encontramos en una encrucijada entre la cooperación y el aislamiento, entre la solidaridad y la sospecha, entre el servicio y el miedo. Debemos recordar que la democracia no vive de discursos. Vive de relaciones. Cuando las perdemos, se necesita algo más que leyes para recuperarlas.
Lo más preocupante no es el papeleo adicional, sino la erosión de la confianza. Ese daño lento e invisible que hace que las personas cuestionen lo que antes creían que era bueno. Cuando se etiqueta a los actores humanitarios como “influenciados”, a las personas a las que servimos les resulta más difícil aceptar nuestra ayuda. Y en el espacio entre el miedo y el servicio, siempre hay alguien que sufre.
No hablamos de injerencia extranjera. Hablamos de pan en la mesa. Porque, al fin y al cabo, la protección social es más que una política: es un acto de fe. Y la fe, una vez debilitada, tarda en recuperarse.