Nací en 1981 en una familia de fotógrafos. Mis abuelos revelaban películas en el baño de su apartamento en Kiev cuando la fotografía era un pasatiempo popular en la Ucrania soviética.
Su hijo, mi padre, Mykhailo, se volvió profesional en este campo. Fotografiaba deportes y, mientras trabajaba para agencias de noticias, su cámara capturó momentos históricos, como el colapso de la Unión Soviética y el inicio de la independencia de Ucrania. Con semejante historia familiar, podemos decir que mi destino y el de mi hermano menor estaban sellados.
Cuando éramos niños, mi padre nos regaló a cada uno una cámara y nos animó a tomar fotografías. A menudo estábamos rodeados de fotógrafos y de periodistas interesantes e inspiradores, cuyo trabajo era fascinante.
Dejé la fotografía de lado para estudiar economía, con la idea de contribuir al crecimiento de Ucrania. Pero, cuando me gradué en 2004, quise trabajar como fotógrafo y ya lo hacía con varios medios de comunicación.
La publicación de mi fotografía en la edición polaca de Newsweek al comienzo de la Revolución Naranja en noviembre 2004 marcó mi primer gran logro como fotógrafo profesional y con la ola de interés de los medios de todo el mundo, comencé mi carrera de fotoperiodista. Adquirí experiencia en dos influyentes revistas locales y luego me uní a Reuters en Kiev, donde trabajé por cinco años, seguidos de 10 años en el periódico en inglés de Ucrania, el Kyiv Post.
El trabajo tiene desafíos que todo verdadero profesional debe estar preparado para afrontar tarde o temprano, como ver el sufrimiento humano, la tragedia y la muerte a través del lente de la cámara.
Siempre encontré esta perspectiva intimidante y traté de mantenerme alejado de ella.
Por eso, me perturbó que la muerte irrumpa ante el lente de mi cámara sin ser invitada vez en 2014, cuando fuerzas policiales mataron a manifestantes —ciudadanos comunes— en la plaza central, conocida como Maidan, de mi ciudad natal de Kiev durante la Revolución de la Dignidad.
Me golpeó duro. Me quedé en shock, con la cámara abajo, mientras los cadáveres de las personas que habían estado a mi lado hacía un minuto pasaban junto a mí. Sentí un escalofrío hasta los huesos, la completa desorientación del momento, una sensación de fragilidad de todo. Me tomó tiempo volver a levantar mi cámara y presionar el botón disparador. Lo único que me ayudó a sobrellevar la situación fue quedarme en la plaza entre la gente y vivir esas pérdidas juntos. Esa noche se reunieron en el lugar del asesinato, cantando, orando, llorando y abrazándose. Fotografiar esa escena a través de mis propias lágrimas fue sanador para mi alma.
Así comenzó oficialmente la guerra en Ucrania. Rusia no quería perder a su antigua colonia de su esfera de influencia y por eso invadió las regiones orientales de Ucrania con tropas terrestres. Mi trabajo como fotoperiodista crecía a un ritmo increíble, mientras me encontraba en un frenético torbellino de acontecimientos que sucedían por todo el país.
Estuve cerca de una amenaza real contra mi vida cuando quedé herido mientras estaba parado junto a un equipo militar cerca de Mariupol en agosto de 2014. La lesión resultó ser grave y tenía miedo de perder la pierna. Lo vi como una señal para detenerme y poner fin a esta búsqueda constante de noticias candentes y pensar en mis valores y objetivos en la vida.
Pasé un año postrado en cama, rehabilitando mi cuerpo, mente y alma. Tuve que aprender a caminar nuevamente y logré recuperarme por completo. Ese tiempo me permitió analizarme con calma y ver a mis seres queridos de una manera nueva. Muchas veces no había visto su verdadero amor detrás del muro de mis propios estereotipos y ambiciones, y recibí el empujón que necesitaba para reconsiderar mis elecciones de vida. Acepté que el papel de fotógrafo de guerra motivado no encajaba del todo con mi personalidad. Al regresar al trabajo, casi nunca visité la línea del frente en el este. En cambio, seleccioné y organicé exposiciones fotográficas sobre la guerra e incluso pensé en retirarme del fotoperiodismo y empezar algo nuevo. Pero no tuve tiempo para grandes decisiones, ya que una vez más me vi atrapado en el tsunami de acontecimientos históricos.
El shock y el entumecimiento me invadieron el 24 de febrero de 2022, igual que durante la Revolución de la Dignidad, sólo que ahora todo era mucho más serio. La muerte no solo aparecía en el visor de mi cámara; estaba tocando a la puerta de mi casa.
El primer día de la invasión a gran escala, cuando las tropas rusas cruzaron a Ucrania en dirección a Kiev, mi esposa, nuestros dos hijos y yo hicimos las maletas y nos dirigimos al oeste. Después de un par de días conduciendo por atascos de tráfico de refugiados, mi familia llegó a Polonia, donde finalmente pudieron sentirse seguros.
Pero yo me quedé en Lviv, confundido y solo, apenas haciendo frente a los terribles acontecimientos y la escala de violencia que me rodeaba. Día tras día despertaba sintiéndome impotente, pasando estos meses más difíciles de mi vida en un diálogo interno, luchando contra un miedo que todo lo consumía y buscando soluciones.
Al mismo tiempo, la demanda de periodistas profesionales locales por parte de medios de todo el mundo era una locura, con ofertas de trabajo de todas partes. Curiosamente, tan pronto comencé a aceptarlas, sentí que el agotamiento profesional de los últimos años y el peso de las experiencias pasadas desaparecían gradualmente. Además, darme cuenta de que mi trabajo era necesario, que me necesitaban y que mis imágenes y mi visión al capturar una escena resonaban entre los lectores y apoyaban a Ucrania, todo eso me dio la nueva energía e inspiración que tan desesperadamente necesitaba. Redescubrí la vieja verdad sobre el papel del fotoperiodista en tiempos de guerra, donde el concepto de “misión profesional” ya no era abstracto y vacío, sino claro y concreto.
Documentar estos eventos con la cabeza fría es un desafío. Es imposible permanecer “sólo un observador”, como exige nuestro código profesional, cuando tu ciudad natal es bombardeada, mujeres con niños huyen, amigos se alistan en el ejército y tu patria es quemada. Hay una gran diferencia entre ser fotógrafo de una “guerra ajena” y ser fotógrafo de guerra en tu propio país.
Me ha resultado imposible fotografiar a niños que sufren. Ha sido difícil fotografiar eventos en mi región natal de Kiev. No pude encontrar fuerzas para acercarme a la fosa común de gente asesinada por los rusos durante la ocupación de Bucha. Mientras un sacerdote local mostraba a decenas de periodistas el gran foso lleno de cadáveres encontrados en los terrenos de la iglesia, yo me quedé a un lado, sin entender cómo era posible tal horror en lo que era una hermosa ciudad turística, donde mi familia y yo veníamos a menudo para paseos de fin de semana. Fue poco lo que pude tomar ese día, pero las fotografías que logré aún cumplen un papel importante como evidencia de crímenes de guerra; por eso tuvieron que tomarse en primer lugar.
Ha habido muchos más tiroteos en todo el país, un país en llamas: más fosas comunes, casas dañadas y ciudades arrasadas, heridos, refugiados y soldados de primera línea: simplemente niños y niñas normales, tambaleándose entre la vida y la muerte. He ido al frente pocas veces, pero cada encuentro allí ha sido memorable.
El ritmo del trabajo no suele dejar tiempo para detenerse y notar la bondad que aún existe. Gracias a mi colaboración con ONE, he podido conocer personas brillantes que brillan como rayos de luz en estos tiempos oscuros. Los héroes de las historias que he cubierto para ONE me impresionan hasta la médula. Llevan ayuda a las peligrosas ciudades de primera línea sin miedo, leales a la voluntad de Dios; tratan incansablemente a muchos enfermos y heridos. He visto surgir a su alrededor la gratitud, la esperanza para el futuro y la fe en la victoria de la humanidad. Con estos relatos se ha logrado captar y transmitir la fuerza del espíritu y la belleza del alma humana.
Estas tareas son experiencias nuevas, motivadoras y bastante tranquilizadoras. El estrés y la ansiedad constantes tienden a tener un efecto acumulativo. Por eso, ha sido importante ver estos actos buenos y bondadosos en medio del sufrimiento constante y la aparente desesperanza.
Las poco frecuentes reuniones con mi familia durante el último año y medio, han sido increíblemente reconstituyentes, sanadoras y renovadoras. Lo mismo puede decirse de las reuniones tan esperadas con amigos repartidos por todo el mundo. Estos encuentros comienzan y terminan con un fuerte abrazo.
No tengo idea de cómo va a terminar esta guerra. Sin embargo, la idea de volver a una vida pacífica y a estar segura me mantiene activo en mi trabajo, que juega un pequeño papel en el logro de nuestro objetivo de paz.
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